2 poetas en 10 tiempos

Enrique Lihn, de veintiséis años, y Jorge Teillier, de diecinueve, se conocen en el inimaginable Santiago de los años cincuenta. Ambos tienen la tan prematura como extraña certeza de querer escribir poesía, ser poetas. Y es gracias a eso que se conocen, porque son finalistas de un concurso organizado por la Universidad de Chile y en la premiación, tomando una cañita de vino, se saludan e intercambian palabras amables y en adelante, en esos inimaginables años, se vuelven algo así como amigos.

No por mucho. En los años sesenta se pelean a muerte y con ello se distancian y se refugian desde distintas trincheras literarias, estéticas e imaginarias. Lihn es un poeta cotidiano, racional e innovador. Teilllier es un poeta nostálgico, lírico y burlón. Ambos son admirados y detestados. Ambos creen tener amigos y sobretodo enemigos. Ambos son poetas, es decir, poetas poetas: nombrados así por otros poetas, por ellos mismos, por un puñado de lectores o por divinas entidades fantasmales.  

En los años setenta Jorge Teillier publica “Para un pueblo fantasma”, donde la voz hablante, derrotada y quejumbrosa, viaja de regreso a su pueblo natal, lo observa y se lamenta profundamente. Sus versos despiertan humor y, en cierta medida, protección. También generan miedo e incertidumbre. Teillier, insistente, vuelve en los setenta, un vez más y cuán viejo mañoso, a sus inicios poéticos. La diferencia es que el poeta (la persona común) es ahora consciente de su vulnerabilidad.

La voz de los ochenta, para Enrique Lihn, es la de vendedores, predicadores o simples transeúntes que habitan las calles céntricas de la capital. “El Paseo Ahumada”, uno de sus últimos libros, es también uno de los más radicales en su extensa obra. Se trata de un libro transgresor y preciso. También de un libro pesado, en exceso planificado. Lihn es consciente del contexto y saca brillo a su estilo. En su muerte, hacia fines de la década, es considerado por sus pares como un poeta consolidado y completamente vigente.

Los años noventa le dan muerte a Jorge Teillier, quien, en sus últimos años de vida, deambula borracho y perdido por las oscuras e inexorables calles de Santiago. Su poesía parece la némesis de la ciudad, del progreso y de la apertura económica y cultural. El mito y la aldea sucumben ante la modernidad. El niño -que ya no es niño- camina tambaleante y desanimado por ilusorios caminos de tierra, por viejas y olvidadas estaciones de trenes, por añosos vericuetos que huelen a pino quemado.

Enrique Lihn, en los años dosmiles, es recordado por Nicanor Parra, alabado por Roberto Bolaño y admirado por artistas citadinos, quienes, en su nombre, experimentan con la bandera del juicio y la fundamentación. Académicos e intelectuales lo recuerdan en cátedras e investigaciones y sus poemarios (y sus cuentos, ensayos e incluso sus dibujos) son enaltecidos por jóvenes poetas que buscan la venia de sus mayores. La figura de Lihn, “irónica”, “lúcida”, es manoseada y descompuesta en los primeros años del siglo. 

En los años diez -o en los años sin nombre- son tan violentas como imperceptibles las nuevas posibilidades que la poesía entrega. Afuera, muy lejos de las investigaciones o los debates académicos, el poeta ya no es considerado el dueño de la palabra, el rockstar, ni siquiera el poeta. El poder, en todas sus formas y variedades, es mirado con otros ojos. El caudillo, el maestro, el representante, no significan lo mismo que en el pasado siglo. Ni Lihn ni Teillier (sino otras y otros poetas) son recordados en la gran revuelta social que marca el fin de la década, la sin nombre.

La peste y el encierro determinan los locos años veinte. El modernismo se viene abajo como abajo se vienen las sofisticadas barreras morales y estéticas que dominan la literatura y el lenguaje. La poesía de Teillier, sin aspavientos ni mesiánicas intenciones, es todavía leída y recitada por un puñado de jóvenes poetas en ciudades, pueblos y comunidades del sur. La poesía de Lihn, a fines de década, cuando se cumplen cien años de su nacimiento, es celebrada mediante sendas columnas o somnolientos artículos en, cada vez menos leídas, revistas académicas. 

Se inundan de imágenes abstractas, con motivo del centenario natalicio de Jorge Teillier, las pantallas de los ávidos y fugaces poetas de los años treinta. Teillier y su lírica cobran vigencia, pues todavía son inspiración en algunos sectores de la prolífica poesía mapuche del siglo veintiuno. La innovación de Lihn ya no es considerada innovación para los investigadores, quienes, con dos o tres décadas de lentitud, incorporan y analizan una vez más las nuevas relaciones entre imágenes y palabras. Los fugaces treinta, como en décadas anteriores, culminan con fuertes enfrentamientos (virtuales). 

La guerra determina la década del cuarenta. El mundo, otra vez, parece venirse abajo. Enrique es un adolescente que vive en el centro de Santiago y de regreso del colegio se sienta a leer y a fumar. De pronto, siente el inexplicable deseo de escribir. El poema lo escribe en menos de quince minutos y el resultado no le gusta, lo rompe en pedazos y lo bota al suelo. Se siente eufórico, al igual que Jorge, quien, en el liceo de su pueblo, en Lautaro, pide prestado el único libro que hay de Julio Verne. Bajo la lluvia corre hasta su casa con la ansiedad de hacer las tareas, tomar once, acostarse y leer. Y luego soñar. Cerca del fuego, calentito. Soñar con el vuelo de un pájaro que atraviesa el mundo. Soñar con la nostalgia que evoca este momento.

Diego Corvera
Los libros del Gato Caulle
Valdivia