CAUPOLICÁN

Pasado Caupolicán abrí la puerta sobre Chacabuco. Había una sola persona esperando tomar un colectivo —aunque no ese—, cuando lo vi en el piso: un tiuque joven con sus dos ojos reventados. Me acerqué con cuidado, me presenté y lo tomé con ambas manos. Ninguna de las personas que en esos segundos pasaron por mi lado, me dijeron algo. Me puse de pie pensando en ir hacia algún espacio seguro. 

Sus garras se aferraban a mi índice y no paraba de piar, asustado. Le di calor con el cuerpo y me visualicé como una bola envolvente de energía, como si yo fuera un nido para él. En la esquina me encontré con la doula inglesa, amiga de mis amigos. Ninguna de las dos sabía mucho qué hacer. Erramos un rato largo. Llamamos a veterinarios mientras caminábamos por la ciudad. Yo iba pensando en la cuarentena y la arbitrariedad de la categoría “primera necesidad”, cuál noción de salud prima sobre la otra —donde la urgencia de salud de un ave silvestre no es un servicio que adscriba a dicha categoría—.

El cielo me arrojó un ave herida y aún siento sus garras aferradas a mi índice izquierdo.

¿Qué es un lugar seguro para un ave que, seguramente, chocó de cabeza contra el parabrisas de un auto? 

Pensé en el bosque, en la selva que comienza desde la habitación donde duermo, ¿pero cómo portar un tiuque hasta ahí? Y recordé, entonces, a Rocío, mi personaje que escribí durante años. Ella viajaba con un cernícalo, también una especie de falco, como este. Entonces joven y ave se comunicaban, una sabía lo que la otra necesitaba.

Yo venía pensando en escribir, y luego me di cuenta que estaba todo ya escrito.

Hablo en voz alta y la doula me dice que cuide lo que escribo. Que le escriba una historia a ella para que se le cumpla.

Sueño y novela en el plano del anticipo, aunque, más bien, como comenté horas después con C, las cosas acontecen en líneas temporales paralelas, cuando se topan pareciera una anteponerse a la otra. Pero no es el tiempo el vínculo, si no su pertenencia al orden sincrónico, manifiesto de distintas maneras, y solo leído cuando la mente y los sentidos se aúnan en la percepción de lo que está disponible.

A los treinta minutos o más de insistir, dimos con D., veterinaria. Caminamos a su encuentro para darle atención a ese ser del cielo. Me separé de la doula y depositamos al tiuque dentro de una caja de torta. Partimos a la Casa de la Memoria y los DDHH a cuidar al ave. Limpiamos la mesita donde hacía un rato habían festejado un cumpleaños. D me mostró las técnicas para sostener un ave entre las manos, dejando su cabeza en el espacio entre dedo medio y corazón, abrazando las alas con pulgar y meñique. Un mudra nuevo que no sé si vuelva a replicar. 

Nuestro amigo ya no piaba con desesperación, como antes, ahora estaba tranquilo. Lo revisamos de un lado y del otro, abrimos su pico, desplegamos sus alas, palpamos suave. Se dejó con total alivio. 

A., el niño que rondaba la casa, se ofreció de asistente. Partió al patio a buscar unas hojas de matico y luego envolvimos su cabeza con ellas porque pensamos en la eficacia de la naturaleza silvestre sobre un cuerpo silvestre. El niño calmaba al ave diciéndole que todo lo que hacíamos lo hacíamos por amor, entonces me preguntó si es que tenía un nombre y le dije: Caupolicán, como la calle donde lo encontré.

Le gustaba, lo habíamos nominado con un nombre justo. Le dimos ánimo, ¿cómo no sobreviviría un tiuque con identidad de guerrero? 

Mientras pensaba en cómo mi forma de amar se sacia al dar cuidado, fantaseaba con Caupolicán sobre mi hombro. Algo me tiró de un hilo anterior y me abstrajo de la fantasía en el preciso instante en que terminamos de vendar el matico a la vista clausurada. 

Un sueño donde un ave cae a mi lado con los ojos vacíos de un balazo. 

El sueño sucedía en una marcha. Allí el pájaro caía, y al momento de caer se revelaba en su verdadera naturaleza. Era una mujer, me decía su nombre: Fabiola, y Fabiola existe y le vaciaron sus cuencas. Ave y mujer. Cuenca vaciada a picotazos. El ser silvestre que baja del cerro a la ciudad, ¿lo habrán corrido las inmobiliarias? 

Aún siento la huella de su garra en la mía. Su cuerpo que me acerca al arte de la cetrería.

Iba pensando en que tenía que escribir, y ya estaba todo escrito.

Sanamos a Caupolicán y luego lo dejamos descansando. Pasamos A., D., I. (la cumpleañera) y yo al salón. Murales adornaban los muros para no olvidar, las sillas escolares pegadas dejando espacio a la mesa, al centro de todo. Me dieron de la torta de cumpleaños de I., me corrí la mascarilla para mostrarles mi boca por vez primera y sonreí. Ellas tomaron borgoña mientras agradecíamos hablar, tener la posibilidad de encontrar alivio en la palabra, alivio en la posibilidad de decir, de ser escuchadas, en la posibilidad de soñar y lo que soñamos se expresa, está, lo llamamos. ¿Qué está antes y qué después? ¿Quién es el ave, a quién recojo? ¿Por qué lo sanamos en un centro de detención y torturas? 

Percibo el aire que se sana, pero aún me cruje algo en esa madera y en el corazón.

Horas más tarde llegué al mesón donde escribo a veces. Abrí este cuaderno para que no se me escapara la agitación del corazón. Algo iba cuajando rápido y no sabía por dónde asirlo. Me preguntaba por el nombre: había puesto a un toqui en el cuerpo tibio de un ave joven. Googleo:

Toqui tuerto desde la infancia, Caupolicán, ni siquiera nombrarte así fue azar. Piedra de cuarzo azul. Forma mineral que acuno en el pecho. Duermo y se revuelve el bosque afuera.

D. me llamó en la mañana para contarme que Caupolicán se había ido dentro de su caja de torta a rehabilitar la vista al Centro de Rehabilitación de Aves Silvestres de la Universidad. Me mandó fotos, incluso.

No sé aún si pudo volver a ver.

Por Martina Pedreros