La semilla del dolor: un texto sobre Panguipulli en nueve relatos

X Kütral Vargas Huaiquimilla

En la última primavera ochentera en octubre de 1989 mi madre me nombró Francisco. Nacimos ambas ese día, en una isla pequeña en medio del sur, y al poco tiempo nos separamos. Ese nombre que me dio también nombró la distancia. Escribí aquel nombre ‘Francisco’, sinónimo de la distancia, durante años, y cuando planté la semilla de cuestionar mi identidad me nombré ‘Kütral’, que significa fuego, para iluminar un camino a mi propia memoria que se ha extraviado.

Intentando encontrar refugio en un nombre que no calzaba con mi interior, se cruzó un poema. La lamngen María Isabel Lara Millapán en su poema Nombre dice; “Cuando nos cambiaron los nombres. Teníamos nombres de aves, de animales y de piedras, nombres de árboles y de flores del territorio donde nacimos, teníamos nombres de agua, de barro y de nieve. Los mismos nombres de los abuelos se quedaban heredados en sus hijos y en sus nietos. Vamos a preguntar por el nombre que nos pertenece”. 

Al pensar el libro de Diego Corvera, editado brillantemente a nivel de factura, cuidado y estética por Tinta Negra Microeditorial, lleva a reconectar con la memoria de los suelos, a través de esta ficción que habla de un dolor ─para nada ficcional─ sobre las memorias abiertas en los restos del tiempo. 

Una historia donde un nombre se planta en la retina, una semilla en el cerebro, para ir componiendo las diversas raíces que componen el nuevo territorio del dolor que dejó la colonización, la mal llamada pacificación, un genocidio del estado hacia el pueblo mapuche. Este compendio de textos, que se entrelazan de manera estratégica por una suerte de ciencia ficción, o ayudado por los cruces temporales, construye una narrativa que abarca y hace germinar una planta que podríamos llamar ‘genealogía de un dolor’: crece expansiva como los árboles nuevos puestos en Wallmapu, los árboles del monocultivo. 

Imagino que cuando nos quitaron los nombres, nuestros cuerpos fueron sometidos a fundar otros signos en la piel y vestiduras. Nos dieron formas, movimientos, trabajos, ocupaciones. Nos relegaron a ser nanas, panaderos y campesinos; algunos ocultaron la lengua y otros fueron olvidando la fluidez del agua o el secreto del viento, fuimos integrándonos a la historia que el blanco escribió o fotografió bajo el lente antropológico. Frente a ese lente resistimos vistiendo con prestancia retazos de memoria zurcidos con dolor, como el garbo de los lonkos vestidos con atavíos occidentales por estrategia y sobrevivencia. Revelamos en la anatomía de una guerra cultural, cada espacio de nuestra piel, la visión de una naturaleza histórica y políticamente construida. 

En el libro de Corvera, el nombre que se reitera en un flujo inacabable es ‘Amalia’, el cual es el signo donde se aúnan o cruzan las ansias del poder, el saqueo, despojo y abuso que el progreso intenta desde la colonización. 

Amalia es un nombre con la potencia de un volcán, donde en diversas secuencias, en un eco profundo, se hace presente sobre los bosques de Wallmapu, lo ríos, las montañas de Panguipulli e, incluso algún bosque bávaro donde la historia tiene la habilidad de transcurrir, para poder, en ese relato específico, delatar quiénes son los cuerpos que intentaron separar nuestras raíces de todo lo que amábamos en la tierra de nuestros ancestros.

El ejercicio de Panguipulli en 9 relatos gesta un modo de operar, en el cual este nombre protagonista se cruza de tiempo y es habitado completamente por este. Donde los hombres también son una constante. El abuso de las tierras tiene cuerpo de hombre con armas y estrategias de invasión, tanto militar como económica. El saqueo en Chile tiene rostro y nombre.

Pinochet, quien solía camuflar su cuerpo con piezas mapuche y quien en Villarrica en 1979 declaró negar lo indígena como parte del plan político de la dictadura, diciendo “Hoy ya no existen mapuches, porque somos todos chilenos”, en el mismo año donde el decreto 2.568 separó familias y linajes de comunidades hasta la actualidad. En su discurso, él intentó desaparecer un pueblo y enterrarlo en lo que era Chile, con todos los cuerpos que ya se ocultaban en los espacios más recónditos del territorio y su historia. Manejar los aparatos jurídicos y estatales para esconder el cuerpo o desaparecerlo, también vinculó otro proceso: el hacer aparecer plantaciones de sed, el monocultivo inició un terricidio bien relatado en el libro, el que da cuenta, desde la voz misma de un empresario ─que podría ser Ponce Lerou─ en la insistencia de su bondad y los beneficios para su estirpe. Hay descendencias que sobreviven a costa de otras, y en este campo alimentado de sangre florece una y otra vez una planta que, a pesar de sufrir, insiste en mostrarse para ser nombrada. 

En otro espacio del libro un empresario demuestra la manera en que opera un plan de negocios. Gracias a los impuestos destinan recursos mensuales y anuales para la ejecución de proyectos culturales y educativos. ¿El resultado? Una joven que canta una canción que incomoda del todo al poder, su poder. Eso es lo que ocurre, las amalias están con su canto en resistencia, las amalias contemporáneas son una generación ya sin miedo a reecontrarse con la memoria de los espacios saqueados. En la escena de aquel relato, alguien, en medio de la interpretación de una canción de Víctor Jara, grita “Justicia para Macarena Valdés”. Ahí, la suma de agencias hacen que una joven mujer, por medio de su canto, recuerde a otra asesinada por el sistema del capital. 

Surgen dudas, imagino, al pensar un libro sobre un cuerpo que ha cruzado el tiempo contando una historia original. Una mujer que en su inicio es mapuche, hasta terminar siendo una champurria, esto contando por un autor que en apariencia no es mapuche. Creo que, una larga historia de alianzas para la sobrevivencia, ha sido integrar a otros que no comparten ese origen a comprender este caminar con el dolor a cuestas, y que ellos, al igual que nosotros, denunciemos a través del respeto a la cultura ancestral, lo situado, y la investigación lo que ha ocurrido en los diversos espacios de este despojo constante y latente. 

Panguipulli en nueve relatos es una historia donde finalmente los hombres quedan expuestos en su quehacer de destruir, en su terricidio originado en la sed de acumulación y que también es su tarea reparar, ya que esta planta llamada dolor es una hija que constantemente nace para hacer cuerpo la forma en la que podrían finalmente reivindicarse en el cuidado de su naturaleza.