Los enfermos -una lectura-
Natalia Rozenblum (Buenos Aires, 1984) – Editorial KindBerg
La lectura comienza con una intensidad alta: la primera página expone, a través de la protagonista, una violación en medio de una habitación de un hospital. La escena es entrecortada, como lo es la respiración y los pensamientos de la narradora, mujer vulnerada, menospreciada y amenazada constantemente por su ex pareja, Alfredo, quien es padre de Manuel, hijo de ambos que se encuentra en coma en el hospital.
Así es como, el silencio estremecedor de esta escena inicial atraviesa sondas, sueros, inyecciones y nos da la bienvenida hacia una obra que condensa de manera seca, precisa y sin caer en el morbo, un nudo familiar tóxico, enfermo de soledad, enfermo de desamor; la enfermedad ramificada en las relaciones interpersonales de la voz narrativa nos llegan por medio de constantes monólogos interiores, recurso que además de hacer fluir la sangre en la historia, nos entrega el respiro, la pausa y la sensibilidad suficiente para re significar la fisura inoperable en los roles familiares.
Así, luego del inusitado comienzo, la narración no baja de nivel y la intensidad si bien se equilibra con originales descripciones del hospital y todo lo que rodea a este como la odiosa iluminación extra blanca hasta las teleseries antiguas que dan en la cafetería, la protagonista, de manera sigilosa, entre desvelos y paseos nocturnos va zurciendo la metáfora que atraviesa el relato: el hospital como un laberinto.
Laberinto de emociones, laberinto de muertes, vidas, no vidas, de nuevos amigos enfermos, de luces en la oscuridad, laberinto del suicidio: el hijo, la madre, el padre, la tía, el padre de la madre, la compañera del padre, laberinto de grietas y puertas sin salida. En consecuencia, el relato en primera persona va subiendo y bajando peldaños, habitaciones de otros enfermos, recuerdos y lamentos que con un ritmo ágil y liviano van envolviendo al lector en la atmósfera del laberinto de la soledad: a veces sin saber dónde está, despertando de madrugada y agitada, la narradora reflexiona en varias ocasiones sobre el rol familiar de estar y no fallar en la rutina sin fondo ni final que su hijo vive días tras día en el hospital.
Es por eso que las anacronías en el relato le vienen muy bien a la voz protagónica, ya que los saltos temporales hacia el pasado, por medio de flashbacks, permiten reconstruir piezas del misterio en descifrar por qué Manuel está en coma.
Lo anterior, se convierte en un recurso estético, pues dota el ritmo radiográfico del lenguaje: las palabras oscuras iluminadas por sensanciones, los no adjetivos, los puntos y aparte, el espacio entre párrafos. Capítulos cortos, capítulos medianos, sueños descritos que confunden realidad-ficción, discusiones y constantes desencuentros de la madre con Alfredo, personaje que se impone ejerciendo violencia de género como si este tema pudiera quedar relegado a una lectura menos importante que la nuclear. Enfermedad de enfermedades, náuseas, toxinas y vómitos. El malestar constante de la voz narrativa manifiesto en su cuerpo como, por ejemplo, en la acción de hacerse pis cada vez que el miedo le invade antes, luego o durante la agresión sexual de Alfredo, es otro símbolo estético en expresar lo inefable del abuso del poder patriarcal que el padre de Manuel despliega hacia la protagonista, hacia los médicos y todos los demás personajes involucrados en el nudo familiar-hospital.
La ley del más fuerte es revertida en este caso, ya que la relación de sumisión es devorada por el poder de la palabra. Tierra de nadie, tierra de todos los enfermos, entre negación y aceptación, entre baños sin lavar y jeringas sin cortar, el lenguaje que utiliza Rozemblum en la novela son letras sensoriales, sensuales, repletas de imágenes cargadas de sentimientos exacerbados que de manera increscente, van tejiendo el padecer y placer de la protagonista.
De esta manera, nos encontramos con una voz femenina que posee toda la fuerza, el vigor y la fertilidad en sus pensamientos, acciones y reflexiones, generando resistencia en la diatriba familiar, ya que al fin de cuentas es por medio de su voz que se desentrama la fisura que atraviesa a los enfermos de la estirpe. Así, tanto la primera como la segunda parte del libro, juegan dentro de la estética del sueño, entre lo verosímil y lo irracional, entre risas y borracheras, se crea un nuevo ambiente reconstruido a partir de la ceguera o locura o también la obsesión de la madre en albergar un hospital casero, en el departamento de un nuevo amigo –enfermo- a Manuel. Hay que esconder al hijo de los enfermos del hospital o del enfermo de Alfredo o simplemente de lo enferma que está la narración.
x Valentina Bragado
18/09/2021 @ 20:33
Intensa y real la narración de la columna. Felicitaciones!!