Informe sobre las máquinas
El ingeniero entró en acción. Apenas se asomó en el salón fue aplaudido desde las pantallas. La expectación reinante era suma y, por lo tanto, difícil de plasmar en un informe; luego de los saludos protocolares y un vistazo nervioso a los asistentes que lo miraban desde sus aparatos, el ingeniero Cravan descubrió su primera invención: la “Máquina Roussel 1”. Consistía en un mecanismo complejo y silencioso: una especie de tobogán en miniatura dejaba correr agua por una empinada pendiente que pronto arribaba a un vidrio plano y duro, permitiendo el paso de múltiples líquidos de colores. Al impactar contra el vidrio, el estanque dibujaba un arco iris y conformaba una serie de dibujos monstruosos, por decirlo de algún modo, cuya policromía concluía proyectando, a través de los haces de luz, diversos tipos de animales. Renuncio a describirlos, pues cada vez que se fijaba la vista en una figura, asomaba inmediatamente otra que se superponía a la anterior, sin que pudiera descansar la mirada y menos aún terminar de explicarla.
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La primera presentación debe haber durado alrededor de quince minutos. Luego, con la rapidez que lo caracteriza, Cravan levantó la segunda tela que resguardaba el montículo al costado izquierdo del escenario, montado de tal manera que las luces permitían que todas las pantallas vieran con nitidez los diversos ángulos. En un gran panel de tres metros cuadrados, situado al borde de la parte delantera del proscenio, se ubicaba una urdimbre compuesta de numerosos alveolos separados por finos tabiques; cada una de estas casillas albergaba una estrecha lanzadera y delgadas bobinas de un solo color. Todos los tonos imaginables, con delicadas variaciones de las siete muestras del prisma, se hallaban representados en los contenidos de las lanzaderas, cuyo número podía elevarse a mil. Los hilos -más o menos desenrollados según a qué distancia se ubicaran- terminaban a mano derecha en la esquina inicial de la urdimbre y creaban una extraña tonalidad prodigiosamente policroma.
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Los dos artefactos, vistos en perspectiva, deslumbraban por la cantidad de luces que desplegaban sobre el escenario. Esta segunda invención, evidentemente más pesada y ruidosa que la anterior, Cravan la llamó solemnemente y en voz alta: la “Máquina Roussel 5”. Los aplausos desencadenaron un estruendo como caballos galopando. No contento con el despliegue visual, el ingeniero hizo ingresar un tercer montículo. Pero al descubrirlo, en vez de aparecer un nuevo artefacto de colores, asomó una especie de cajón. Desde dentro emergió el reconocido inventor Dodgson, padre tutelar de los creadores de ciencia ficción y anarquista empedernido, quien había regalado a la humanidad sus sendos inventos con tal de oponerse al capitalismo. Tartamudo, y vestido de encapuchado para que no se lo reconociese, el conocido inventor hizo pasar a su actual mujer (filántropa y viuda de otro reconocido escritor, quien había creado dos libros estrafalarios que ella vendía en cómodas sumas de dinero), y junto a ella levantaron de la trastienda una especie de cubo alargado que anunciaron como la “Máquina Scheerbart”. Como no se podía ver bien, por la distancia que separaba las pantallas de los espectadores respecto del escenario, el inventor trató de relatar a duras penas su contenido. Luego procedió a ejecutar el invento: le dio cuerda con un asa, y de inmediato el cubo comenzó a llenarse de agua y se convirtió en una pecera, en cuyo interior empezaron a nadar dos tortugas.
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Lo interesante consistía en que los animales eran de metal y, a pesar de los tornillos y las membranas de hierro, sus movimientos desprendían una naturalidad inusitada para dichos materiales. A un aplauso del célebre Dodgson, quien delineó una sonrisa que rebosaba felicidad ante el invento, las tortugas empezaron a aproximarse y restregarse de tal forma que sus revolcones producían primero un ruido de contrabajo y, después, muy pronto, el timbre de un saxo alto. Cada zona del caparazón desprendía sonidos, sensibles a los arpegios que su compañera provocaba en la otra. Los reptiles iniciaron entonces los primeros acordes de un conocido tema de Ella Fitzgerald, mientras la viuda, acercándose al micrófono, deslumbró con su voz, solfeando cual cetáceo la música de fondo. Al terminar el acto, una de las tortugas pareció inundarse por la ciénaga del mismo artefacto, y la viuda – acostumbrada al comercio de fetiches- ofreció venderla como souvenir a los espectadores. Pero el ingeniero Cravan —que había abandonado el escenario— interrumpió el remate ofreciendo un vituperio de celebración al final de la sala, y la posibilidad de seguir con las funciones la semana entrante.
Jorge Polanco, poeta.