CUADERNO DE PROEZAS

Los viernes en la noche, mi hermano Henry y yo salíamos de carrete. Nuestro padre relajaba la disciplina y nos daba esa noche libre. No le quedaba otra, pues salía casi todos los fines de semana con su pareja, se iban fuera de Santiago, a matrimonios o eventos de la sociedad santiaguina (ambos eran muy solicitados en los encuentros sociales), o salían a comer a restaurantes, cuyos menús envidiábamos, pues eran lo más alejados a las lentejas con salchicha que comíamos todos los días en nuestra casa. Él no volvía esa noche a nuestro hogar y esa libertad nos permitía, solo por esa noche, desahogar nuestro resentimiento y frustración por la estricta vida que llevábamos con un padre opresivo, tiránico, y el hecho de estar viviendo en la sala de una consulta médica, pues mi padre tenía su consulta pediátrica en la casa. Ello significaba que todos los niños enfermos revoloteaban por el living, el comedor, la cocina y ocupaban el baño para limpiar su mierda en el lavamanos, lo que no nos permitía a mi hermano y a mi tener la privacidad necesaria para descansar del colegio ni hacer nuestras tareas escolares. En eso siempre andábamos pillados. 

Formamos un grupo de amigos. El Guatón Monreal, Carlitos, Dino, Rodrigo, además de Henry y yo. A veces, se unían el Ñaña, el Chino, Mezza y algunos cuyos nombres no recuerdo. La mayoría estudiaba en la Alianza Francesa de Santiago. Rodrigo y Henry eran estudiante de los Sagrados Corazones y yo del Saint George. Teníamos entre quince y dieciséis años, salvo Mezza que tendría unos veinte y ya había egresado del colegio. Por varios años había sacado puntaje nacional en el examen de Historia en la Prueba de Aptitud Académica, el puntaje le permitía ingresar a estudiar Derecho, pero a mitad de año lo echaban de la universidad por no poder cumplir con el mínimo rendimiento académico.   

Nos juntábamos los viernes a hacer un asado en el cerro Manquehue dirigidos por Carlitos, quien había desarrollado una inusual maestría en asar la carne, aprendida de su padre. En esa época la única carne que había era la chilena. Llegábamos hasta las faldas del cerro a oscuras. Íbamos en varios vehículos. Algunos hurtados, como en el caso del auto de la mamá de Carlitos, o prestados, como en el caso del Guatón Monreal, cuyos padres siempre lo apoyaron en todo y que por lo mismo siempre tuve por él una sana envidia. Claro está que ninguno de nosotros tenía licencia de conducir, pero eso no nos detenía, sino por el contrario, alimentaba nuestro afán de riesgo. 

Ascendíamos por la trocha que sube a la cima del cerro cargados con la parrilla, el carbón, cajas de vino y cerveza, hasta llegar a “nuestro lugar”, una pequeña meseta poblada de boldos y litres que nos permitía ver las estrellas, la luna, así como las luces de Santiago, esa ciudad que se nos presentaba ahí para que nosotros la conquistáramos, aún con toque de queda y vigilada por militares. En esos años, me refiero a principios de los ochenta, no estaba tan contaminada como lo está hoy en día, en que apenas se puede ver el cielo por el esmog.

Después de dar cuenta del vino y la cerveza, ya en estado de euforia, el Guatón Monreal sacaba del bolsillo de su chaqueta un cuaderno ajado, con manchas indescifrables, sobreviviente a muchos asados. Era el “Cuaderno de las Proezas”, en el cual se detallaban las hazañas más espectaculares de los integrantes del grupo. Las proezas, para ser inmortalizadas en el cuaderno, tenían que ocurrir inmediatamente después que terminábamos el asado y deberían ser testificadas y validadas por al menos otro miembro del colectivo. 

Estaba escrito allí la vez que Carlitos hizo rally por las calles de tierra de la Población El Esfuerzo, que era una toma que se ubicaba en Vitacura al lado del Río Mapocho. A esos pobladores los expulsaron porque a los ricos no les gusta vivir al lado de los pobres. Hoy se encuentra allí Borde Río, un exclusivo sitio de restaurantes internacionales. ¿Se les pasará por la cabeza a los comensales, que van allí a llenarse el buche de las más exóticas exquisiteces, que están sentados en el lugar en que cientos de familias vieron extinguirse sus sueños de vivir dignamente en ese lugar, pues fueron lanzadas, como perros pulgosos? En esa época yo todavía no estaba consciente de la lucha de clases, no me compadecía con la miseria humana y encontraba de lo más aceptable ir a correr en auto en las calles de la Población. 

Henry acompañó a Carlitos en esa hazaña. Contaban que habían derrapado el auto frenando solo con el freno de mano, al estilo Starsky y Hutch, una serie de policías que transmitían por la televisión. El vehículo giraba por las ruedas traseras y quedaba en dirección contraria a la que venía. Contaban, riéndose los dos, que yendo a oscuras y a toda velocidad por una de las calles, Henry alertó a Carlitos que había una rama tirada en la mitad del camino. Gracias a esa advertencia, Carlitos pudo evadirla por un costado, evitando por milímetros pasar sobre esta. Después Henry volteó a mirar la rama y vio que esta se levantaba y alegaba con el brazo hacia el auto. Era un borracho durmiendo en el piso. Después de la hazaña de Carlitos, se volvió costumbre ir a derrapar el auto a las calles polvorientas de la Población El Esfuerzo, para intentar al menos igualar la osadía.

Otra de las proezas consistía en que mientras estábamos parados con el auto en un semáforo en rojo, hacíamos “caras pálidas”. Llamábamos así a la acción de mostrar el culo y los genitales por la ventana abierta. Ojalá nos viera mucha gente en los otros vehículos, eso esperábamos, mujeres y familias, para que el conductor se “picara” y nos saliera persiguiendo. Ahí empezaba la verdadera diversión. Lo que pretendíamos era correr en automóvil, saborear la adrenalina de andar a toda velocidad por las calles de Santiago, evadiendo transeúntes, semáforos y otros coches.

Íbamos al Barrio San Camilo, en Santiago Centro, a molestar a los travestis y las prostitutas. Una vez me gustó una mujer y quise acostarme con ella. Iba a ser la segunda vez que tendría sexo. Me llevó al prostíbulo, una casa antigua de adobe, con muchas piezas, de dos pisos, totalmente iluminada, con mujeres a medio vestir. Me introdujo a una habitación con una pintura verde pálida descascarada, había un colchón en el suelo, sin sábanas ni frazadas. Me dijo que le pagara primero, saqué la plata que tenía y la conté, pero no le pareció suficiente. Me conminó a que me fuera. Quedé petrificado. Llamó a su chulo y este llegó casi en forma inmediata. Era un tipo de mediana estatura, bien vestido, parecía un oficinista. Se puso bajo el umbral de la puerta. Preguntó que pasaba. Ella le dijo que yo no tenía suficiente plata para pagar el polvo. Intenté convencerlos que lo hiciéramos igual, pero ella me dijo que estaba perdiendo el tiempo conmigo, que necesitaba encontrar un cliente que tuviera dinero y no un huevón como yo. El cafiche me escoltó a la salida, sonriendo, se excusó:

–Cabro, si fuera por mí te doy la pasá, seguro que ti haría bien echarte una buena cacha, pero no puedo obligarla. Vuelve cuando tengai más plata, mira que las putas son igual que los bancos, atienden bien solo al que tiene muchas lucas. 

Otra de las proezas consistía en quién tomaba más aguardiente o tragos fuertes que sacábamos de los bares de nuestras casas. Me acuerdo que Mezza tenía una curadera singular. Se transformaba en un personaje histórico y pasaba a vivir la epopeya tal cual la cuentan los libros. No sé si transformar es la palabra correcta, porque eso lo puede hacer un actor profesional, en este caso, el héroe tomaba posesión del cuerpo de mi amigo. En una oportunidad pasó a ser Arturo Prat y narró con lujo de detalles el combate naval de Iquique. Nosotros lo escuchábamos entre embelesados y muertos de la risa. Ahora que lo pienso, el hombre era debió haber ejercido como médium, en vez del estudiante eterno de la Prueba de Aptitud. Improvisaba su escenario con ramas, palos rocas. Así, un palo se transformaba en espada, una botella en pistola, un auto en un barco, una roca en una bala de cañón. 

Un viernes Mezza se transformó en Pedro Lagos, héroe de la batalla de Arica, dicen que un prócer nacional. Le seguimos la corriente y nos fuimos tras él cerro arriba, armados de palos, gritando contra nuestros enemigos imaginarios. Todos estábamos muy borrachos, tras beber varias botellas de un aguardiente que se llamaba “Chile Lindo”, y que había traído el Guatón Monreal de la alacena de su padre, un prestigioso notario. A nuestros ojos, el cerro Manquehue se había convertido en el histórico Morro de Arica.

En las vacaciones de invierno recibí un llamado larga distancia de mi madre. Yo apenas la escuchaba entre los llantos de niños y gritos de sus madres, pues el aparato telefónico estaba en la sala que las oficiaba de consulta médica. Al lado, escuchando, se encontraba la secretaria de mi padre, quien había atendido el teléfono. Me avisaba que vendría a Chile en una semana.

Esa noche llegó a nuestra pieza mi padre, con hálito a whisky, yo estaba recostado sobre la cama. Me tomó del suéter con sus dos manos y me empezó a dar puñetazos en el estómago.

–¡Conque viene esa puta de tu madre, eh…! ¡Esa que tiene un hijo huacho!, ¡Tienes prohibido visitarla, de esta pieza no vas a salir más, hasta que se vaya!

Me soltó, yo me llevé las manos al estómago, estuve a un segundo de devolverle los golpes. Volteó a mirar a Henry, quien miraba estupefacto desde su cama, él también había recibido otras palizas antes de que yo viviera con ellos, algunas realmente salvajes, y le dijo:

–Empaca tus cosas, te vas a ir al campo de un amigo en Parral mientras la puta se vaya. Y te prohíbo verla. 

Henry sacó una maleta debajo de la cama y empezó a guardar sus pantalones, camisas y ropa interior desde una cómoda que compartíamos. Mi padre se paseaba de un lado a otro fumando su pipa. Una vez que terminó de empacar, mi padre le dijo que fuera al auto, que lo iría a dejar donde su amigo en unos minutos. Estábamos en un segundo piso. Mi padre me miró antes de salir:

–Tienes prohibido salir a la calle. Cuando yo no esté en la casa, te voy a dejar encerrado con llave en esta pieza.

La secretaria de mi papá estaba alerta a todo lo que yo hacía. Mi padre también evitó salir de casa para vigilarme, así que sus amigos iban a verlo, a veces hacían comidas en la casa con mucho trago, en las cuales yo no participaba, pues sabía lo agresivo que se tornaba después de unos tragos. A veces, borracho, me llamaba para que bajara a compartir con su polola y algunos amigos. Yo bajaba. Al principio me trataba bien, les decía que yo era muy inteligente, muy culto, que estaba orgulloso de su hijo, pero después de terminar la botella de Whisky su actitud cambiaba, empezaba a agredirme verbalmente, a llamarme “jalisco” enfrente de todos, a decir que yo estaba influenciado por mi madre, a cantinflear y a reírse de mí. En esas oportunidades, su polola, a escondidas, me susurraba y decía que mejor me fuera a acostar.

Mi madre llegó a Chile a la semana subsiguiente. Lo supe por que llamó a la casa una tarde mientras mi padre estaba en consulta. La secretaria, con una solidaridad femenina desconocida, fue a buscarme a la pieza y señaló que me llamaba mi progenitora. Al principio pensé que se trataba de una trampa, ella me guiñó un ojo y puso su dedo índice sobre su boca.

Contesté el teléfono con la esperanza que mi padre no se diera cuenta ni saliera de su oficina. Efectivamente, era mi madre, quien me dijo que había llegado a Santiago y que se encontraba donde mi abuela.

Colgué el teléfono y me dirigí a la puerta. Me despedí de la secretaria con un ademán. Ella me respondió con una sonrisa y el pulgar hacia arriba. Salí con lo puesto y, como no tenía plata, caminé hasta la Avenida Pocuro con Los Leones, donde se encontraba el departamento de mi abuela. No tenía chaqueta, pero no sentía frío. En lo único en que pensaba es que si me pillaba mi padre me iba a sacar la mugre, pero que esta vez yo sí le respondería, que no me dejaría humillar. 

Caminando por las calles de Santiago, me preguntaba, si devolverle los golpes a mi padre podría ser considerado para anotarse en el cuaderno de las proezas.